domingo, 13 de noviembre de 2011

ZWEIG EN EL ARCHIVO DE GUERRA (Viena)



Hoy el Archivo de Guerra de Viena es una sala llena de objetos que sirven para explicar una guerra antigua. Las vitrinas encierran medallas, fotografías, relojes con la hora parada, documentos oficiales y partes de guerra. Hay mapas con dibujos de estrategias que sirvieron para ganar o para perder e invariablemente para morir. Si no tuviéramos sentido histórico, pensaríamos que estamos ante un juego en el que se nos propone participar. Sobre el tablero que son esos campos olvidados crecen las flores desde hace mucho tiempo.

A pesar del olor de la madera vieja y el aire enrarecido -quizás por acumular tantas historias- que tiene todos los museos, hay en este edificio una sensación neutra e impoluta de relato burocrático. Como si al espectador se le propusiera leer la Historia sin mancharse en sus charcos. Cuando salgamos de esta sala del, Archivo de Guerra de Viena nos sacudiremos el polvo de tanto fantasma, suspiraremos pensando en la muerte y miraremos lo hermosa que es la tarde y cuánto nos apetece tomar una tarta sacher.
Ya está. Así se resuelve la Historia.
Pero ¿cómo resolvió Klaus Werger su asunto con la Historia?
Él, naturalmente, cree que está haciendo Historia, escribiendo los manuales que en el futuro servirán para relatar la Gran Guerra, pero nada de eso ocurrirá. Sus cuentos serán sólo un ejercicio de época, como esas malas novelas que no sirven más que como testimonio para reconocer una atmósfera, un simple cronotopo, que revela las costumbres de un tiempo.
En una de las vitrinas del Archivo de Guerra se exhibe un documento escrito por él. Los responsables de la museografía han decidido colocarlo en la sección dedicada a la propaganda, porque ésta fue la primera guerra moderna en la que la maquinaria belicista se alió con el publicismo. Si nos acercamos a la vitrina, podemos leer -aunque con dificultad, aqui en Viena también existe la costumbre de iluminar mal los viejos papeles con el fin de preservarlos- el artículo escrito por Klaus Werger el 10 de octubre de 1914. Es un texto de propaganda contra la propaganda, un endiablado juego argumental en el Klaus intentó desmentir los bulos que circulaban acerca del macabro destino de los restos de algunos soldados. El joven redactor arremete contra los que se atreven a pensar que el imperio es capaz de reutilizar a sus bravos soldados hirviéndolos con carbonato de soda y convirtiéndolos en socorridos cubitos de sopa deshidratada para amas de casa modernas. O peor aún, contra quienes añaden que, en realidad, no se sabe la naturaleza patriótica de la sopa de soldado, porque la carne de trinchera en cierto estado es imposible saber a qué bando perteneció. Qué paradoja pensar que el pueblo austríaco alimentar sus noches de guerra con sopa de soldado francés.

En el fichero en el que se guarda este documento contra los falsos y traidores rumores de la propaganda, también se encuentra archivado el texto que Klaus Werger escribió par ocultar las deserciones en masa de los soldados checos. ¿Cómo disimular ese desastre, esa demostración del derrumbe del imperio?

Rasguemos la veladura que nos separa del pasado y adentrémonos en él, caminemos de nuevo por los pasillos enormes de este edificio de la Stiftgasse en el que se fraguó la gran mentira de la guerra. Estamos en el otoño de 1914. Podríamos ver cómo danzan las palabras, cómo bailan los seductores valses del engaño. Las frases suben y bajan las enormes escaleras alfombradas de rojo, pasean por los patios, abren las ventanas y salen al mundo a pavonearse con sus disfraces. Por los grandes ventanales de la sala noble del Archivo de Guerra, entra esa luz dorada y fría que sólo tienen los atardeceres vieneses, la misma que acaricia las estatuas de mármol del patio. A pesar de la nobleza del edificio, presentimos que hay algo podrido oculto, escondido, invisible, quizás debajo de las tarimas de madera del suelo. Huele a sitio cerrado durante muchos años. Será por haber enterrado mal a tantos hijos de la patria.


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