domingo, 13 de noviembre de 2011

PARÍS, UNA CIUDAD SUSPENDIDA EN EL VACÍO



Jaroslav recorre una Europa en guerra. Él mismo está asustado y quizás debería haber seguido con su vida anónima en Zurich, esperando que terminara esta maldita guerra, trabajando en silencio como un fantasma que intenta ocultar su sombra. Sin embargo, no sabemos muy bien por qué, una mañana Jaroslav decide abandonar la ciudad y encaminarse hacia Francia. Tal vez pretende dar un sentido a su vida o tener un final honroso que borre su supuesta cobardía en el frente. No refugiarse más, luchar por algo.

Así que Jaroslav hace su petate y se encamina al mismísimo París con la intención de enrolarse en la Legión Extranjera, llena de voluntarios que han decidido luchar contra alemanes, austríacos y turcos, contra la maquinaria de los imperios de la Europa Central, de ese ombligo por el que se desangra el viejo continente.


Jaroslav llega un día de enero de 1916 a París y ésa es, sin duda, una de las jornadas más felices de su vida. Durante tres días paseará sin rumbo por la ciudad, jugando en un tablero inmenso que a ratos le recuerda su querida y lejana Praga.

Uno: tirar los dados.
Dos: avanzar cuatro casillas.
Tres: ¿qué hacer ahora?
Podríamos describir aquellos días de Jaroslav en París como los de un borracho perdido que no sabe regresar a casa. Es más, si pudiéramos preguntarle, no recordaría nada. La reacción que sufrió fue semejante a la de una intoxicación etílica, pues no hizo más que recorrer las calles sin rumbo, como alguien a quien no le importa demasiado el futuro.
Quizás es que su propio destino estaba acostumbrándose al nuevo camino que debía recorrer, de ahí el delirio que envolvió a Jaroslav en esas extrañas jornadas. También es posible que el ambiente del París de aquellos días llevara a Jaroslav a desistir de su sueño embriagador. Cualquiera de los que vivieron en París durante la Gran Guerra definiría la ciudad como en una especie de letargo, de espera, de soledad y de silencio.
Una ciudad suspendida en el vacío.




No había animación en los cafés ni nada parecido a la legendaria vida noctámbula parisina. Dejaron de representarse las funciones de la Comedie Francaise, no había espectáculos en los cabarés y sólo se exhibía una patética y adulterada versión de La Vie de Bohème en el Jardín de las Tullerías, aunque permanecían abiertos algunos cines como el Cine-Magic, el Cinema-omnia-Pathé o el Cinema Palace, que poseía un piano que a Jaroslav le recordó su querido artilugio del viejo cine Ponrepo.

Es cierto que ya había pasado el pavor del año 14 cuando ante el posible asedio de las tropas del ejército alemán, se decidió poblar los jardines y parques parisinos de vacas para suministrar leche y carne a una población amenazada por el hambre. Pero eso fue antes de que la batalla del Marne acabara con la idea de que esta guerra iba a ser como las del pasado. Hacía tiempo que el conflicto –al menos en el frente del oeste- no avanzaba, sólo variaba unos metros para un bando u otro; la guerra estaba atascada por culpa de tanta carroña de trinchera. Esta eterna guerra de desgaste, esta condena a tablas en el juego macabro hacía que nadie viera el fin de la pesadilla, del bucle infinito de la muerte.


Comenzaban a transitar por las calles de París –y de todas las ciudades europeas- los primeros mutilados y los lutos envolvían a aquellas mismas parisinas que tanto se habían enorgullecido de sus vestidos a la moda. Sin embargo, eso no evitó que Jaroslav descubriera en ese París el París con el que había estado soñando durante toda su vida. Quizás fue su capacidad para imaginar cosas, para intuir las historias ocultas bajo las apariencias. Y él se daba cuenta de que este París atemorizado y sonámbulo no era más que fruto de un estado transitorio. Por debajo de este velo de muerte y miedo, seguía corriendo por cauces ocultos la ciudad de siempre, frívola y despreocupada. Un París que siempre resucitaba. Lo había hecho durante siglos, por qué no una vez más.

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