martes, 18 de agosto de 2009

EL CAMINANTE DE PRAGA

Sudek
Libuse pasea por las calles de Praga siguiendo la huella de alguien que no conoció. Tiene abierto un cuaderno por la página en la que aparece dibujada la urdimbre de callejas interiores que recorren Malà Strana. A Libuse siempre le gustó recorrer los pasajes interiores de la ciudad, porque eran como una parte de Praga en negativo, un refugio para los solitarios, el revés secreto de la ciudad. Por allí casi nunca se veía a los turistas, que seguían los itinerarios para rebaños propuestos por las guías. Eran pocos los que se aventuraban por estos pruchody, como si tuvieran miedo de perderse por una ciudad oscura y tenebrosa con corredores medievales en los que probablemente les asaltarían.
Libuse, adolescente silenciosa y solitaria, prefería llegar a los sitios por estas calles cubiertas, casi subterráneas que horadaban el vientre de los edificios y que parecían como pasillos de casas en las que habitaba el aire y los fantasmas praguenses que no querían descansar en el tedio eterno de los cementerios. De niña guardaba en secreto el camino de casa al colegio por callejas bajo los edificios por los que nadie transitaba, un atajo hallado después de muchas indagaciones, recorrido con precaución para que ninguno de sus amigos lo descubriera. Era el camino exclusivo de Libuse e imaginaba que sólo ella lo conocía, que jamás había existido nadie en Praga que recorriera antes ese itinerario. Sin embargo, había encontrado alguien que había tenido sus mismas fabulaciones.


En una de las páginas del cuaderno descubierto en el desván, alguien escribió hace mucho tiempo que el pasaje de la calle Karlova desapareció misteriosamente de un día para otro. Y este hecho confirmaba para Libuse la sospecha que siempre tuvo de que la ciudad se movía, cambiaba, se borraba y se multiplicaba, según sus caprichos, como les ocurre a todas las ciudades hermosas con poder para decidir el destino de su decadencia.
Una vez, leyó en el periódico que en las obras de construcción del metro un obrero se extravió por uno de los caminos horadados para la nueva red de comunicaciones. Este hecho inquietante provocó una gran repercusión en la ciudad. La gente seguía con fascinación el serial sobre el obrero desaparecido en el metro. Comenzaron a aparecer historias delirantes de supuestos testigos que habían oído gritos extraños, otros que afirmaban haber descubierto una calavera, quizás devorada por un animal imaginario y terrible de las oscuridades. El obrero nunca apareció. Libuse siempre pensó que la ciudad, molesta por haber sido recorrida en sus entrañas, había decidido cambiar de aspecto, desorientar a los que se adentraban demasiado en sus secretos.


Libuse camina siguiendo el rastro de alguien que no conoció, atravesando pasajes dibujados en este fascinante cuaderno. Pasadizos que ella ni siquiera conocía, que estaban ahí desde siempre. Abre una puerta que parece ser de un domicilio privado y, de pronto, aparece un nuevo pruchody, esperando que el paseante lo atraviese. Libuse aspira aromas que parecían guardados en esta calleja desconocida desde hacía mucho tiempo. Quizás han sido conservados en la vitrina de un museo. Huele a humedad de muros que han bebido la lluvia de muchos inviernos, a alas de cernícalos y vencejos de los que anidan en las casonas de Hradcany, bajo el castillo, y al azúcar de las frutas maduras, ese mismo olor que ella cree haber reconocido en los cuadros de Arcimboldo con los rostros-bodegón.


Es extraño, la noche anterior tuvo un sueño arcimboldesco. Era retratada por el pintor de cámara de la corte de Rodolfo II. Terminado el cuadro, Libuse se dio cuenta de que las manzanas que simulaban su rostro se oxidaban, los racimos de uvas de su melena se pudrían y los melocotones del mentón se volvían oscuros. Había caído el tiempo sobre el lienzo. Entonces, se miró a un espejo y descubrió que a su rostro le pasaba lo mismo. El reflejo era en realidad un bodegón de Arcimboldo en el que la fruta maduraba rápidamente y en el aire del cuadro olía intensamente a azúcar. A su rostro le aparecían arrugas, se volvía cerúleo, se pudría como fruta olvidada.
Al atravesar aquella calleja con un olor a azúcar de fruta demasiado madura había recordado el sueño y sintió escalofríos. Un viento helado recorrió el pasaje. Libuse se levantó la solapa de su abrigo y se dirigió a su casa.



1 comentario:

  1. Magnífico, Eva. He llegado hasta aquí por uno de esos callejones, precisamente porque buscaba información para escribir sobre ellos. Después de leerte a ti no sé ya si podré mencionarlos. :)

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