jueves, 20 de agosto de 2009

EL ANTIGUO IMPERIO AUSTROHÚNGARO


 
La bala está a punto de llegarle a la frente, pero él no lo sabe.

El proyectil corre despiadado hacia la cabeza, ansioso por atravesar la piel, el cráneo y horadar el cerebro tibio y gelatinoso lleno de audaces y enrevesadas circunvoluciones, un cerebro trabajado, el típico cerebro de una persona que piensa demasiado o cuya imaginación es fabulosa. Parece un jardín laberíntico en el que ahora mismo hay un recuerdo que pasea.
Un recuerdo que pasea.
Es una escena de la infancia en la que aparece una ciudad hermosa, llena de torres y sombras, y una cocina que huele a lluvia, gatos y leche caliente. Ese pensamiento que recorre el jardín gelatinoso antes de que todo termine acaba de doblar una esquina del laberinto y se ha internado por otro recuerdo dentro del recuerdo. Lo que se ve ahora es el aula triste de un colegio. Llueve sobre las torres con tejados de ripia roja de esa ciudad lejana y hermosa. Hay un profesor explicando una lección, pero no podemos escuchar lo que dice. Es casi calvo, tiene unos enormes bigotes de guías y cuello almidonado de forma imposible. Ahora señala con un puntero un mapa del imperio austrohúngaro y este soldado que está a punto de morir comprende que algún día luchará por esa Europa de fronteras absurdas. Es más, intuye que en un lugar de ese mapa está señalado el sitio donde va a morir. Ni siquiera imagina lo cerca que está la muerte. Ni siquiera sabe que la trinchera que ahora pisa será su fosa.


Esta bala cruel, que vaga solitaria entre el humo, los gritos y las bombas es una bala disparada hace mucho tiempo. Concretamente, el 12 de junio de 1916. Estamos en Verdún. Y el paisaje es una dantesca acuarela de babas negras de trinchera. Pero burlémonos de la velocidad de esa bala. Paremos este momento y vayamos atrás en el tiempo, quizás hasta el recuerdo de la infancia del soldado que está a punto de morir. O más lejos aún.

Por ejemplo…
... Es sábado. Y debe de ser marzo. El año: 1890. La ciudad: Praga. El lugar: esa cocina que huele a lluvia, gatos y leche caliente. En otra estancia hay una mujer pariendo a la luz de lámparas de carburo. Ahora deberíamos dedicar una oda a las mujeres preñadas que están a punto de parir en esos años del fin de siglo. Sencillamente, dedicar un amable homenaje o un torpe recuerdo emocionado al día en el que los ovarios de las mujeres que parieron esta carne de trincheras para la Gran Guerra tuvieron su primer menstruo. Cuando triunfaban las metáforas simbolistas, el vals entraba en la vejez y en los cuadros se introducía el germen de la locura.

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