Una mañana de 1938 sucedió algo extraño en aquella plaza de los Héroes en la que Klaus Werger solía imaginar juegos de funambulismo entre las miradas de las estatuas ecuestres de Eugenio de Saboya y del archiduque Carlos. Un tipo siniestro, bajito y furioso que pretendía conquistar el mundo proclamó la anexión de Austria -el Anschluss- a su imperio. La siempre admirada eficacia prusiana terminó de seducir a la capital del autoengaño, harta de que la Historia hubiera abandonado sus aposentos. Y Austria se unió al Tercer Reich.
Los caballos del archiduque y de Eugenio de Saboya no dejaron de relinchar en toda la noche.
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